"La nostalgia es un baúl que está lleno de recuerdos..."
Por Mireya Cerrillo.
Se dice que, la Navidad es esa fecha del año que celebra el nacimiento del hijo de Dios, y además es el pretexto idóneo para reunir a la familia, intercambiar regalos y comer hasta el hastío...
La verdad es que la Navidad huele y sabe a nostalgia. Si hay a quienes les gusta la Navidad es precisamente por los recuerdos, por lo que nos evoca y por lo que tenemos guardado en la memoria de ella.
Después de mucho reflexionar, he llegado a la conclusión de que por eso no me gusta la Navidad: porque me sabe a ausencia y se pinta de color gris.
Hay una frase del autor Carlos Ruiz Zafon que dice: "El que tiene mucho apego al rebaño, es porque tiene algo de borrego..." y es verdad, me molestan las actividades que nos entorpecen y automatizan, volviéndonos seres repetitivos de una misma acción. No nací para ser borrego... no me gusta sentirme borrego...Y mucho menos necesito un pastor.
Y justo eso pasa en la Navidad, los cultos nos vuelven seres ordinarios y vacíos.
Dicen que la Navidad es la época de felicidad. Sin embargo, es cuando más suicidios ocurren en el mundo. Es fácil comprenderlo, pues la felicidad no puede forzarse y la magia no es más que un montón de habilidades para crear ilusiones en los demás.
Y yo soy una incrédula. Me cuesta mucho trabajo creer en el otro, en algo superior, en lo que sea o incluso en mí.
Y quizá me pase como a Mario Benedetti en su libro La Tregua:
«Son raras las veces que pienso en Dios. Sin embargo, tengo un fondo religioso, un ansia de religión. Quisiera convencerme de que efectivamente poseo una definición de Dios, un concepto de Dios. Pero no poseo nada semejante. Son raras las veces en que pienso en Dios, sencillamente porque el problema me excede tan sobrada y soberanamente, que llega a provocarme una especie de pánico, una desbandada general de mi lucidez y de mis razones. «Dios es la Totalidad», dice a menudo Avellaneda. «Dios es la Esencia de todo», dice Aníbal, «lo que mantiene todo en equilibrio, en armonía, Dios es la Gran Coherencia». Soy capaz de entender una y otra definición, pero ni una ni otra son mi definición. Es probable que ellos estén en lo cierto, pero no es ése el Dios que yo necesito. Yo necesito un Dios con quien dialogar, un Dios en quien pueda buscar amparo, un Dios que me responda cuando lo interrogo, cuando lo ametrallo con mis dudas. Si Dios es la Totalidad, la Gran Coherencia, si Dios es solo la energía que mantiene vivo el Universo, si es algo tan inconmensurablemente infinito, ¿qué puede importarle de mí, un átomo malamente encaramado a un insignificante piojo de su Reino? No me importa ser un átomo del último piojo de su Reino, pero me importa que Dios esté a mi alcance, me importa asirlo, no con mis manos, claro, ni siquiera con mi razonamiento. Me importa asirlo con mi corazón».
Y así surge una vez más la nostalgia que nubla la Navidad de los ateos, de la pesadumbre que provoca sentir, tocar, abrazar a Dios con el corazón y de involucrarlo en la propia vida. De hacerlo parte de las cosas cotidianas, de pelearse con Él como con un amigo. De la necesidad de que exista no como algo "insuperable", "inalcanzable", "infinito", e "inimaginable", sino como algo tan cercano que se vuelve frágil...
En esa ansia de que Dios se vuelva Navidad, radica el misterio de la misma... He ahí la magia y la ilusión que no todos podemos lograr.
La Navidad es y será entonces, el día para crear una esperanza que el resto del año sentimos ausente. El momento para alimentar una ficción y un espejismo, porque eso es Dios, una sugestión que sabe a nostalgia, y el duelo por lo inexistente puede llegar a ser muy doloroso. Sino pregunten a los ateos, a esos que dejamos de creer... pues a los Dioses después de todo, no se les busca, se les inventa.
¡Felices Fiestas!