Por Mireya Cerrillo.
Hace
cinco minutos rondaba en mi cabeza el verso más puro y perfecto sobre la
tristeza, pero una efímera alegría lo borró con toda certeza.
¿Por
qué el poeta se acostumbra a vivir en constante melancolía? No lo sé, tal vez
porque de ahí surgen sus más profundas rimas.
Y
es que el insomnio me acompaña de nuevo llenando con desvelo los vacíos de la
noche, de mi soledad y mi existencia.
¡Qué
irónico! Mientras tú te aferras a la vida y luchas por sobrevivir, yo quisiera
sujetarme a la muerte y dejarme ir. Y es que nadie entiende pues ninguno sabe
exactamente todo esto que pasa en mí. Soy un torbellino de emociones y un
terremoto de agitaciones.
Defiendo
mi vida con la misma tenacidad que lucho por mi muerte. Tan esencial, entrañable,
vacua, profunda y superficial. Todo y nada.
En
un intento de saber qué se siente la muerte, mezclo la píldora de la felicidad
con la bebida que ahoga las desolaciones, pues detrás de este combo mortal se
encuentra toda mi esencia: desasosiego. Sin embargo, no es letal, es
simplemente el sabor del abismo, de la caída a un precipicio del que no sabes
si volarás o qué habrá al final del mismo, morir así se siente a la
incertidumbre de una pelea constante contigo mismo.
Nada
pasa, aún respiro. Aquí sigo, tremando de frío y pensando de la muerte lo más
sencillo.
Pues
ya lo decía Benedetti:
“Morir es la
palabra, morir es el derrumbe de la vida, morir viene de adentro, trae la
verdadera respiración del dolor, morir es la desesperación, la nada frígida y
total, el abismo sencillo, el abismo.”
Aprendo
de los intentos, ya van dos… quizás el tercero resulte, quizás no. Mientras, me
quedo en la depresión de la nada a punto de darlo todo por ganar esta batalla. Pues
me niego a creer que la vida es sólo esto y que la felicidad es tan momentánea
que se siente a una tregua con el alba.
Agonizante,
así vivo. Y no hay remedio para la desesperanza que oscurece mi fatal destino.
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