Por Mireya Cerrillo.
Así fue su despedida: sin drama.
No hubo palabras de amor ni falsas morriñas. Sólo buenos deseos llenos de
esperanza de un futuro prometedor para ambos.
Sin embargo, una lágrima rondó
sus mejillas mientras se alejaba de él. “¿Hasta cuándo otra vez?”- pensó. “Hasta
pronto”, susurró él.
Mientras ella se marchaba, él no
dijo nada. Leyó su carta y agradeció sus palabras sinceras. Quizás la echaría
de menos, con suerte algún día se lo diría.
Un reloj les recordaba que volvían
a ser lo que fueron al principio: distancia, tiempo y soledad.
Dos vidas que se encontraron en
la dicha sublime de saberse extraños. Dos extraños que compartieron sus vidas
aunque sea por un rato. Un momento fugaz pero entrañable.
Algo era mejor que nada, eso le
había enseñado él, y a ella no le quedaba de otra más que seguir aprendiendo.
Aprendió también que la confianza
y la admiración se pueden construir a pesar de los kilómetros que los separan. Más
la complicidad, la comprensión y el respeto sólo son posibles en la cercanía.
Conocerse y reconocerse fue el propósito de su viaje.
Su destino era incierto. Era muy
pronto para saber si este era el final de su historia, o el inicio de algo
indescriptible, indescifrable, inolvidable.
Tenían que continuar con sus
vidas. Ella seguiría anhelando el próximo reencuentro y él continuaría
posponiendo la realidad de sus sentimientos.
No se puede tener todo en la
vida, al menos no al mismo tiempo. Y de momento seguirían siendo un imposible.
Quizás nos volvamos a encontrar,
tal vez aún nos quedan historias por compartir. Mientras tanto, mantengamos
viva la promesa, la esperanza, el deseo, la incertidumbre y sobretodo las
ganas.
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