Mi nombre es Gloria
Mireya Cerrillo Romero, tengo 34 años recién cumplidos y esta es parte de
mi historia.
Nací, de
acuerdo con los registros, un lunes 29 de septiembre de 1986 a las 15.50 p.m.
Se dice, era un día lluvioso. Quizá así se quedaron mi corazón y mi alma:
nublada.
Haciendo
memoria, me doy cuenta de que siempre fui una niña “diferente”. Mis primeros
años me caracterizaban por ser una niña tranquila: “Mireya, la calladita”
dictaba mi regalo de la maestra de 3º de Kínder. Estudiosa, valiente, cumplida,
aplicada, con un sentido de pertenencia en la escuela: leyendo y aprendiendo
supe encontrar un lugar sólo para mí. Disfrutaba hacer mis tareas y obtener mi
merecido 10.
La primaria no
fue diferente, simplemente que los problemas previos de gripes constantes y
resfriados derivaron en una neumonía que me llevó un par de semanas al
hospital. Recuerdo estar ahí, despertar entre sueños y ver cada día a mi
abuelita y a mi mamá llorando y rezando. Y así supongo que las dejaré: tristes
y otorgándome sus bendiciones. La secuela de esta hospitalización fue el asma:
una enfermedad respiratoria que emocionalmente se relaciona directamente con la
tristeza.
Mi
adolescencia comenzó contrariada como la de todos, sin embargo, ya desde
entonces sentía poco amor por la vida, no le encontraba sentido y mucho menos
la entendía.
Admito, que
desde los 13 años pensaba que saltar desde el balcón de nuestra casa terminaría
con todo ese pesar y dolor que, en ese entonces, no entendía.
Como era de
esperarse, terminé mi etapa de educación básica con éxito: con las buenas notas
que ya me precedían, con uno que otro desencuentro con las matemáticas, física
y química.
Recuerdo que
mi primera elección de carrera fue ser Chef, y en mi casa me dijeron: “Mireya,
eres mujer, un día te vas a casar y te la vas a vivir cocinando. ¿Quieres hacer
eso en tu trabajo? No vas a llegar lejos, todos los chefs famosos son hombres.
Tienes potencial para más”.
Obedecí al
consejo y entonces pensé en Psicología, gracias a la clase que llevamos en el
Bachillerato me fascinó saber sobre la mente humana, las emociones, y la
función de los neurotransmisores en nuestro cerebro. ¿Quién lo diría?
Después, mi
idea se centró en que poseo un talento nato para escribir, y decidí contar
historias. Entonces, me decanté por Periodismo. No obstante, siguiendo falsos
sueños e ilusiones me metí a estudiar Medicina, quería entender mis pulmones, y
darle voz a los niños que padecían enfermedades respiratorias.
Mi cambio de
carrera a Periodismo fue inmediato, así como mi salida de esta, debido a que no
me representaba un reto, pero sí un desgaste escuchar a un profesor misógino
aseverar que, para llegar lejos en esa profesión, había que “dar las nalgas”,
esto lo dijo a un grupo de 7 mujeres y 1 hombre.
Mi siguiente
paso fue irme a España, porque las mejores escuelas de Periodismo estaban ahí.
Porque tampoco me dejaron irme a la Ciudad de México a la Escuela de Periodismo
Carlos Septién García. Literalmente me dijeron: “antes a Australia que a la
inseguridad de la Ciudad de México.” No fue a Australia, pero sí a Europa, un
continente que me permitió en la soledad y la distancia, conocerme, reconocerme
y saber exactamente de dónde vengo. Gracias a esos años estudiando las más
hermosas carreras: Humanidades y mi maestría en Relaciones Internacionales y
Diplomacia, aprendí lo maravilloso que es el mundo, lo cruel que es también,
pero, sobre todo, el valor de mi lengua, de mi cultura, de mi persona para dar
voz a los temas que me apasionan. Son pensándolo bien, dos carreras que se
complementan y dan equilibrio, una me enseñó lo bello, y la otra, la parte mala
de la humanidad.
Supongo que
erré al alejarme de mi sueño primero: el periodismo internacional. Porque
verán, a mí me gustan las cosas a lo grande. Entonces no me conformaba un
periódico local, yo quería las grandes ligas, estar a la par de Christiane
Amanpour, quería sentarme con los buenos y los malos, interrogarlos, dar
respuestas a las cosas que parece nadie miraba, y una vez más, usar mi voz.
A pesar de ello, mis primeros pasos laborales
fueron en el área de la docencia, me gustaba enseñar y aprender y desaprender,
pagar mis deudas con mis propios maestros que soportaron mis risas y bromas.
En todo lo que
he hecho, siempre me he dicho: “se la tía que te hubiera gustado tener”, “sé la
hermana que te hubiera gustado tener”, “sé la profesora que te hubiera gustado tener”.
Y así lo hice. Fui empática con las emociones de mis alumnos, fui paciente con
los que no me entendían, fui más allá de las aulas para enseñarles ese mundo
que yo ya había probado. Hubo quienes lo aceptaron con amor y así, con cariño
me lo agradecieron, en cambio, el sistema no lo vio con buenos ojos. “Un
profesor no puede ser amigo de sus alumnos”. Pero ¿cómo? Si a mí la vida me
enseñó diferente. A mí los europeos me enseñaron diferente, allá se les habla
de tú al profesor que es tu igual como persona, si bien será tu superior
académicamente. Y eso es lo que vas a aprender. Y guardo con recelo y afecto
las veces que en el “bar de la uni” compartí los alimentos con mis profesores y
“no pasaba nada, no estaba mal”. Era normal.
Ya en la uni
me sentía terriblemente triste y admito que busqué el apoyo al que en ese
entonces podía acceder: a la clínica de atención psicológica de la universidad,
a las tutorías, las charlas, conferencias… Pensé que mi insomnio era un eterno jet
lag, y que mi tristeza profunda era solo nostalgia.
Nadie me supo
guiar. Y escribí y escribí sobre todo lo que sentía en ese blog que pocos
conocen.
Una vez más,
me gradué magna cum laude de mi maestría y con mención honorífica a mi
tesis de licenciatura. No fue un 10 porque mi asesor de tesis tuvo que auxiliarme
con la presentación de power point que yo había olvidado en mi casa en un usb
por los nervios, y eso me costó un punto.
A mi regreso
definitivo a México, noté que todo eso que me pasaba era mucho más grande que
yo y me dio miedo padecer esquizofrenia como varios de nuestros familiares. Así
que por mi propia cuenta y con el apoyo de mi cómplice de siempre, mi querido
primito Artur, acudimos a ver a una psiquiatra quien me diagnosticó con ese
primer grado de bipolaridad llamado ciclotimia.
Cuando lo
comenté a mis hermanos, ellos juraban que yo iba a salir del clóset o a
decirles que estaba embarazada, cuando lo único que iba a explicarles era que
necesitaba ayuda. Gracias a su consejo e incredulidad me solicitaron ir con
otra Dra. y pedir una segunda opinión. La Dra, que desde entonces me ha tratado
por trastorno bipolar II, el siguiente nivel de este trastorno del estado de
ánimo o del humor del que he leído hasta la saciedad, he aprendido a conocerlo,
y a sobrevivir con él. Sí, sobrevivir, porque después de todos estos años de
tratamiento y terapia, no siento que esta sea una manera de vivir. Y me sigo
sintiendo como esa niña: con poco amor por la vida, sin encontrarle sentido y
mucho menos la entiendo.
No es normal
“vivir” triste todo el tiempo, con un vacío y un sentimiento constante de
desesperanza y de ser una carga para todos porque “no he logrado nada”.
Es por eso, y
después de intentar y volver a intentar, de buscar toda la ayuda que pude
obtener, de revisar una y mil veces los efectos de mi decisión.
Concluyo
que es momento de concluir.
Y la única
razón por la cual les dejo esta carta, a quienes deseen leerla, no es para que
me entiendan o me intenten comprender, y mucho menos me perdonen. Sino para que
se liberen de la culpa, de los cuestionamientos, que no llenen este hecho de
estigma, silencio y mentiras a mis sobrinos. Es lo que es y punto.
“No
es un acto de egoísmo ni de cobardía ni de falta de Dios; es el desenlace de
una enfermedad”.
“En
esto también cuentan los recursos emocionales de la persona, las redes de apoyo
y si tienen algún trastorno mental. Es una enfermedad. Nadie se enferma porque
quiere. Hay que pensarlo como un cáncer mental, que se desarrolla, no es algo
impulsivo, hay toda una etapa de planeamiento.”
“Sigue
siendo una enfermedad. Quien se suicida no quiere morir, lo que quiere es dejar
de sufrir.”
Perdónenme,
pero "La vida se me ha vuelto tristemente insoportable."
Los dejo agradecida de haberlos podido
llamar Mamá, Papá, hermanos, sobrinas y sobrino, cuñadas, primos, tíos, amigos,
conocidos y desconocidos.
Los dejo agradecida de cada experiencia
vivida, compartida, viajada, leída, amada, reída, llorada, comida… Los dejo
amándolos profundamente con un beso con aroma a café y sabor a olvido.
Los
dejo porque esto para mí, es un acto de (auto)eutanasia. Y no pueden salvarme
de mi misma.
Sepan
y estén seguros de que ni su amor ni su apoyo fracasó.
Lamento
dejarlos con este dolor, pero el que yo siento, Uds. ni siquiera lo comprenden.
No lo dimensionan.
Deseo
encuentren la paz que necesitan. Deseo puedan sanar esta y otras heridas
juntos.
Deseo
que den voz a mi historia y que a pesar del dolor que pueda haberles causado,
sepan estar sin mí, pero conmigo en sus corazones.
No
hay culpables, sólo un mundo que no está preparado para mi y estoy cansada, muy
cansada de intentar.
Los
quiero siempre. Les agradezco siempre. Y lamento haberles fallado.
Con amor, Mireya.
P.D.
Por favor les pido que me cremen y dejen volar. No me abandonen bajo tierra. No
nací para estar enterrada, sino para volar en libertad. Y
si mi intento falla, no me dejen regresar.
No
tengo nada que heredar más que mi sentido del humor negro y ácido, nada más que
mi corazón sensible con un lugar para todos, y una sonrisa brillante que
siempre ocultó una profunda tristeza.