miércoles, 7 de octubre de 2020

Concluyo que es momento de concluir...

 


Mi nombre es Gloria Mireya Cerrillo Romero, tengo 34 años recién cumplidos y esta es parte de mi historia.

Nací, de acuerdo con los registros, un lunes 29 de septiembre de 1986 a las 15.50 p.m. Se dice, era un día lluvioso. Quizá así se quedaron mi corazón y mi alma: nublada.

Haciendo memoria, me doy cuenta de que siempre fui una niña “diferente”. Mis primeros años me caracterizaban por ser una niña tranquila: “Mireya, la calladita” dictaba mi regalo de la maestra de 3º de Kínder. Estudiosa, valiente, cumplida, aplicada, con un sentido de pertenencia en la escuela: leyendo y aprendiendo supe encontrar un lugar sólo para mí. Disfrutaba hacer mis tareas y obtener mi merecido 10.

La primaria no fue diferente, simplemente que los problemas previos de gripes constantes y resfriados derivaron en una neumonía que me llevó un par de semanas al hospital. Recuerdo estar ahí, despertar entre sueños y ver cada día a mi abuelita y a mi mamá llorando y rezando. Y así supongo que las dejaré: tristes y otorgándome sus bendiciones. La secuela de esta hospitalización fue el asma: una enfermedad respiratoria que emocionalmente se relaciona directamente con la tristeza.

Mi adolescencia comenzó contrariada como la de todos, sin embargo, ya desde entonces sentía poco amor por la vida, no le encontraba sentido y mucho menos la entendía.

Admito, que desde los 13 años pensaba que saltar desde el balcón de nuestra casa terminaría con todo ese pesar y dolor que, en ese entonces, no entendía.

Como era de esperarse, terminé mi etapa de educación básica con éxito: con las buenas notas que ya me precedían, con uno que otro desencuentro con las matemáticas, física y química.

Recuerdo que mi primera elección de carrera fue ser Chef, y en mi casa me dijeron: “Mireya, eres mujer, un día te vas a casar y te la vas a vivir cocinando. ¿Quieres hacer eso en tu trabajo? No vas a llegar lejos, todos los chefs famosos son hombres. Tienes potencial para más”.

Obedecí al consejo y entonces pensé en Psicología, gracias a la clase que llevamos en el Bachillerato me fascinó saber sobre la mente humana, las emociones, y la función de los neurotransmisores en nuestro cerebro. ¿Quién lo diría?

Después, mi idea se centró en que poseo un talento nato para escribir, y decidí contar historias. Entonces, me decanté por Periodismo. No obstante, siguiendo falsos sueños e ilusiones me metí a estudiar Medicina, quería entender mis pulmones, y darle voz a los niños que padecían enfermedades respiratorias.

Mi cambio de carrera a Periodismo fue inmediato, así como mi salida de esta, debido a que no me representaba un reto, pero sí un desgaste escuchar a un profesor misógino aseverar que, para llegar lejos en esa profesión, había que “dar las nalgas”, esto lo dijo a un grupo de 7 mujeres y 1 hombre.

Mi siguiente paso fue irme a España, porque las mejores escuelas de Periodismo estaban ahí. Porque tampoco me dejaron irme a la Ciudad de México a la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Literalmente me dijeron: “antes a Australia que a la inseguridad de la Ciudad de México.” No fue a Australia, pero sí a Europa, un continente que me permitió en la soledad y la distancia, conocerme, reconocerme y saber exactamente de dónde vengo. Gracias a esos años estudiando las más hermosas carreras: Humanidades y mi maestría en Relaciones Internacionales y Diplomacia, aprendí lo maravilloso que es el mundo, lo cruel que es también, pero, sobre todo, el valor de mi lengua, de mi cultura, de mi persona para dar voz a los temas que me apasionan. Son pensándolo bien, dos carreras que se complementan y dan equilibrio, una me enseñó lo bello, y la otra, la parte mala de la humanidad.

Supongo que erré al alejarme de mi sueño primero: el periodismo internacional. Porque verán, a mí me gustan las cosas a lo grande. Entonces no me conformaba un periódico local, yo quería las grandes ligas, estar a la par de Christiane Amanpour, quería sentarme con los buenos y los malos, interrogarlos, dar respuestas a las cosas que parece nadie miraba, y una vez más, usar mi voz.

 A pesar de ello, mis primeros pasos laborales fueron en el área de la docencia, me gustaba enseñar y aprender y desaprender, pagar mis deudas con mis propios maestros que soportaron mis risas y bromas.

En todo lo que he hecho, siempre me he dicho: “se la tía que te hubiera gustado tener”, “sé la hermana que te hubiera gustado tener”, “sé la profesora que te hubiera gustado tener”. Y así lo hice. Fui empática con las emociones de mis alumnos, fui paciente con los que no me entendían, fui más allá de las aulas para enseñarles ese mundo que yo ya había probado. Hubo quienes lo aceptaron con amor y así, con cariño me lo agradecieron, en cambio, el sistema no lo vio con buenos ojos. “Un profesor no puede ser amigo de sus alumnos”. Pero ¿cómo? Si a mí la vida me enseñó diferente. A mí los europeos me enseñaron diferente, allá se les habla de tú al profesor que es tu igual como persona, si bien será tu superior académicamente. Y eso es lo que vas a aprender. Y guardo con recelo y afecto las veces que en el “bar de la uni” compartí los alimentos con mis profesores y “no pasaba nada, no estaba mal”. Era normal.

Ya en la uni me sentía terriblemente triste y admito que busqué el apoyo al que en ese entonces podía acceder: a la clínica de atención psicológica de la universidad, a las tutorías, las charlas, conferencias… Pensé que mi insomnio era un eterno jet lag, y que mi tristeza profunda era solo nostalgia.

Nadie me supo guiar. Y escribí y escribí sobre todo lo que sentía en ese blog que pocos conocen.

Una vez más, me gradué magna cum laude de mi maestría y con mención honorífica a mi tesis de licenciatura. No fue un 10 porque mi asesor de tesis tuvo que auxiliarme con la presentación de power point que yo había olvidado en mi casa en un usb por los nervios, y eso me costó un punto.

A mi regreso definitivo a México, noté que todo eso que me pasaba era mucho más grande que yo y me dio miedo padecer esquizofrenia como varios de nuestros familiares. Así que por mi propia cuenta y con el apoyo de mi cómplice de siempre, mi querido primito Artur, acudimos a ver a una psiquiatra quien me diagnosticó con ese primer grado de bipolaridad llamado ciclotimia.

Cuando lo comenté a mis hermanos, ellos juraban que yo iba a salir del clóset o a decirles que estaba embarazada, cuando lo único que iba a explicarles era que necesitaba ayuda. Gracias a su consejo e incredulidad me solicitaron ir con otra Dra. y pedir una segunda opinión. La Dra, que desde entonces me ha tratado por trastorno bipolar II, el siguiente nivel de este trastorno del estado de ánimo o del humor del que he leído hasta la saciedad, he aprendido a conocerlo, y a sobrevivir con él. Sí, sobrevivir, porque después de todos estos años de tratamiento y terapia, no siento que esta sea una manera de vivir. Y me sigo sintiendo como esa niña: con poco amor por la vida, sin encontrarle sentido y mucho menos la entiendo.

No es normal “vivir” triste todo el tiempo, con un vacío y un sentimiento constante de desesperanza y de ser una carga para todos porque “no he logrado nada”.

Es por eso, y después de intentar y volver a intentar, de buscar toda la ayuda que pude obtener, de revisar una y mil veces los efectos de mi decisión.

Concluyo que es momento de concluir.

Y la única razón por la cual les dejo esta carta, a quienes deseen leerla, no es para que me entiendan o me intenten comprender, y mucho menos me perdonen. Sino para que se liberen de la culpa, de los cuestionamientos, que no llenen este hecho de estigma, silencio y mentiras a mis sobrinos. Es lo que es y punto.

“No es un acto de egoísmo ni de cobardía ni de falta de Dios; es el desenlace de una enfermedad”.

“En esto también cuentan los recursos emocionales de la persona, las redes de apoyo y si tienen algún trastorno mental. Es una enfermedad. Nadie se enferma porque quiere. Hay que pensarlo como un cáncer mental, que se desarrolla, no es algo impulsivo, hay toda una etapa de planeamiento.”

“Sigue siendo una enfermedad. Quien se suicida no quiere morir, lo que quiere es dejar de sufrir.”

Perdónenme, pero "La vida se me ha vuelto tristemente insoportable."

     Los dejo agradecida de haberlos podido llamar Mamá, Papá, hermanos, sobrinas y sobrino, cuñadas, primos, tíos, amigos, conocidos y desconocidos.

     Los dejo agradecida de cada experiencia vivida, compartida, viajada, leída, amada, reída, llorada, comida… Los dejo amándolos profundamente con un beso con aroma a café y sabor a olvido.

Los dejo porque esto para mí, es un acto de (auto)eutanasia. Y no pueden salvarme de mi misma.

Sepan y estén seguros de que ni su amor ni su apoyo fracasó.

Lamento dejarlos con este dolor, pero el que yo siento, Uds. ni siquiera lo comprenden. No lo dimensionan.

Deseo encuentren la paz que necesitan. Deseo puedan sanar esta y otras heridas juntos.

Deseo que den voz a mi historia y que a pesar del dolor que pueda haberles causado, sepan estar sin mí, pero conmigo en sus corazones.

No hay culpables, sólo un mundo que no está preparado para mi y estoy cansada, muy cansada de intentar.

Los quiero siempre. Les agradezco siempre. Y lamento haberles fallado.

 Con amor, Mireya.


P.D. Por favor les pido que me cremen y dejen volar. No me abandonen bajo tierra. No nací para estar enterrada, sino para volar en libertad. Y si mi intento falla, no me dejen regresar.

No tengo nada que heredar más que mi sentido del humor negro y ácido, nada más que mi corazón sensible con un lugar para todos, y una sonrisa brillante que siempre ocultó una profunda tristeza.


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